viernes, 26 de marzo de 2010

La muerte de Verónica.

La primera vez que la vi, estaba ejecutando su número en aquel antro llamado “Deseos”. El ambiente estaba cargado, flotaba en el aire humo de cigarro y puros, y olía a sudor rancio. Pero allí estaba ella, iluminada bajo los focos morados, vestida para matar.


En cuanto entré, sus ojos se desviaron hacia mí, supongo que destacaba por mi traje impecable y mi gabardina gris entre tanto hombre que contemplaba cómo movía su trasero, babeando. Así que al acabar su baile erótico bajó del escenario por unas escaleras laterales hasta el lugar de la barra en el que yo tomaba mi whisky.

— No te conozco. Nunca has pisado por aquí antes. ¿Quién eres? – me inquirió.
— Señorita, aquí las preguntas las hago yo. Soy el detective Ernesto Gómez.

Ella se ruborizó, no estaba acostumbrada a que la llamaran señorita, pero el cariz formal de mis palabras no borró su sonrisa pícara.

— Has venido por la desaparición de Verónica, ¿verdad?
— Por su muerte, para ser más precisos. Esta mañana ha aparecido su cuerpo, cosido a balazos en un callejón. En su mano, asía fuertemente un broche en forma de flor con una esmeralda en el centro, manchado con su propia sangre, creemos que era su posesión más preciada, quizá la única con algo de valor.
— Eso es terrible – dijo ella clavando la mirada en mi vaso, y cambiando de tema comentó - Había oído que los policías no pueden beber en sus horas de trabajo.
— No estoy trabajando, es un asunto personal. Era la hermana de mi compañero.
— Cuanto lo siento. Yo la conocía bien, lleva – hizo una pausa tras darse cuenta del error en el tiempo verbal elegido- llevaba bailando varios años en este local.
— ¿Puede contestarme a unas preguntas? Pero en un lugar más tranquilo, ¿podemos ir a su camerino?
— Claro, te contestaré a lo que quieras.

Ya en el camerino, pude observarla mejor. Era hermosa, tenía el pelo rubio y rizado, y unas piernas largas y torneadas, decoradas con medias de rejilla. Poco más llevaba, una especie de vestidito negro de gasa por el que se entreveían la forma de sus pechos y un minúsculo tanga. Se sentó en su silla, frente al tocador, cruzó las piernas que acababan en unos tacones rojos imposibles y comenzó a hipnotizarme con el leve movimiento circular de la pierna que estaba encima. Sí, debió hipnotizarme porque no atendí a ninguna de sus respuestas, que, por otra parte, no eran nada reveladoras, se limitaba a decir que no sabía nada. Y seguía moviendo su pierna.

Como un bobo me dejé engatusar. Y terminamos enredados en un viejo sofá de cuero que había en su camerino.

— No sé tu nombre — le dije de pronto.
— Puedes llamarme Marilín. Me gusta que me llamen así, por la actriz, ¿sabes?

Me puse los pantalones y la camisa y me fui de aquél lugar bochornoso, con la misma información con la que había llegado y aún algo aturdido por el desarrollo de los acontecimientos.

A la noche siguiente volví, esta vez con la cabeza más serena. O eso pensaba, porque en cuanto me vio la rubia Marilín, me hizo un gesto con la mano, para que la siguiera, y como perro fiel, fui tras sus pasos, guiado por su olor, hasta el mismo sofá.

Y así durante una semana.

El octavo día me invitó a su casa y allí me dijo: —Vámonos. Salgamos de aquí, de esta ciudad apestosa.

No quise contestar, me avergonzaba confesarle que mi vida estaba más llena de mugre que aquel lugar.

Ella vio en mis ojos que no me iría a ningún lado y mucho menos con una cabaretera, así que cogió la pistola que usó para matar a la bailarina que osó decir que era más guapa que ella, la pobre Verónica, y descargó todas sus balas sobre mi cuerpo. En mi último instante de vida alcancé a ver, sobre la repisa de una ventana, un marco con una foto en la que se veía a mi bailarina preciosa, con el broche prendido en el vestido. Había sido un imbécil.

El detective ya no le oyó decir, entre carcajadas, —Tengo que hablarte de la muerte de Verónica…

jueves, 18 de marzo de 2010

Cosas que pasan (I)

Últimamente, su cabeza más que el soporte de ideas y sombreros, parece una especie de caldero mágico en el que echar los ingredientes de alguna pócima con quién sabe qué propiedades. Y es ella misma la que maneja la cuchara de palo, y da vueltas y vueltas al contenido. Qué mareo. Le gustaría saber hacer el pino para que todos los añadidos a este mejunje quedaran parados temerosos ante situación tan inestable y dejaran de darle la lata; pero es una mujer con los pies en la tierra, también en ese sentido. La primera y última vez que trató de hacer equilibrios, fue obligada por la musculosa profesora de educación física, asignatura que debería ser prohibida por ley en su opinión (baste mencionar que su récord personal de flexiones es de 4, aunque entre las féminas era una cifra más que honrosa, ya que alguna hacía media flexión, es decir, subía el cuerpo desdoblando los codos y se desplomaba); el caso es que esa vez que sus pies querían tocar las nubes y sus ojos ver el panorama desde otra perspectiva, oyó un cloc procedente de su cuello y como ella es algo exagerada y miedosa, ya no quiso volver a probar. Que para virguerías ya está la gente del Cirque du Soleil, se dijo entonces.

Así que no le queda otra que seguir con tanta lío en la cabeza. Tantos pros y contras que se apelmazan en la cabeza. Que sí, que no, que quizá más tarde.

Puf.

¿Cómo va a ser que una carnicera se enamore de un vegetariano?

viernes, 12 de marzo de 2010

Hoy ha muerto Delibes.

Desde pequeña, mi padre me inculcó la afición por los libros.
Otra de sus grandes aficiones, la caza, no ha podido compartirla con sus dos hijas, que nunca mostraron interés en aprender del manejo de la escopeta.
Delibes es uno de los autores preferidos de mi padre, por buen narrador, por cazador y por castellano que escribe sobre su tierra (que también es la nuestra).

Hoy ha muerto el autor de "El camino", una novela que leí siendo niña, como lo eran sus protagonistas, y que me dejó una gran huella.

He escogido un fragmento de esta novela para recordar hoy a Miguel Delibes:

"Es expresivo y cambiante el lenguaje de las campanas; su vibración es capaz de acentos hondos y graves y livianos y agudos y sombríos. Nunca las campanas dicen lo mismo. Y nunca lo que dicen lo dicen de la misma manera.

Daniel, el Mochuelo, acostumbraba a dar forma a su corazón por el tañido de las campanas. Sabía que el repique del día de la Patrona sonaba a cohetes y a júbilo y a estupor desproporcionado e irreflexivo.
El corazón se le redondeaba, entonces, a impulsos de un sentimiento de alegría completo y armónico. Al concluir los bombardeos, durante la guerra, las campanas también repicaban alegres, mas con un deje de reserva, precavido y reticente. Había que tener cuidado. Otras veces, los tañidos eran sordos, opacos, oscuros y huecos como el día que enterraron a Germán, el Tiñoso, por ejemplo. Todo el valle, entonces, se llenaba hasta impregnarse de los tañidos sordos, opacos, oscuros y huecos de las campanas parroquiales. Y el frío de sus vibraciones pasaba a los estratos de la tierra y a las raíces de las plantas y a la médula de los huesos de los hombres y al corazón de los niños. Y el corazón de Daniel, el Mochuelo, se tornaba mollar y maleable — blando como el plomo derretido— bajo el solemne tañir de las campanas."

sábado, 6 de marzo de 2010

La maleta.

—Estaba soñando contigo cuando sonó el timbre. Otras veces es el despertador con su alarma estridente el que me roba de las ensoñaciones en que reapareces. Odio cuando eso sucede porque, al menos cuando los sueños acaban por sí mismos, a la mañana siguiente, no recuerdo tu presencia en ellos. Pero de esta manera, me despierto confusa, creyendo que aún estás por ahí. Y sólo me quedan dos opciones: o bien, sobrevivir y pelear durante todo el día contra recuerdos y nostalgias, la realidad de las ausencias; o bien, rendirme, y si puedo permitirme quince minutos más de vida subconsciente, tratar de volver a dormirme y dejar que otro sueño borre tu rastro.

Eso quise contarte cuando vi que eras tú el que llamaba a la puerta. Pero, como otras veces, de reencuentros amargos en los que inicialmente no sé muy bien qué decir o qué hacer, me quedé callada, esperando que fueras tú quién rompiera el hielo.

Estas divagaciones, ya despierta, fueron alentadas, cuando observé que en el suelo a tu lado había una maleta: tu vieja maleta de cuero, la que llevábamos a cada uno de nuestros viajes.

En mi último sueño contigo, también portabas una maleta, pero no era ésta, era una nueva, de plástico duro y resistente, una “moderna”, preparada para esos tratos "delicados" que reciben las de su género en el aeropuerto; quizá más adecuada para volar horas sobre océanos, recorriendo mundo, o volar muchos minutos para volver a vernos.

Yo prefiero la tuya, que huele a sal porque una vez llegamos ansiosos de mar a ese pueblo costero que nos vería felices aquel verano y fuimos directos con ella a la playa, y terminó empapada de agua salada.

Ahora sí que estaba perdida. En el sueño, traías la maleta para devolverme los buenos tiempos, mientras yo te miraba dolida, pero sin lágrimas (ocurre que en esos momentos malos mis ojos se quedan secos, será por el shock, ya se deshidratarán más tarde, en soledad).

—Buenos días — dijiste finalmente, algo perplejo por mi cara de ida.
—Hola. ¿Qué llevas en la maleta? — una vez abierta la boca me arrepentí, ya había hablado más de la cuenta.
— Está vacía. He venido a buscarte. Y nada necesito si tú me acompañas.


Como respuesta a esta invitación, encerré los miedos en casa, te cogí de la mano y nos fuimos agarrados tú y yo y la esperanza.