jueves, 28 de octubre de 2010

Cuéntame un cuento.

Óscar era demasiado pequeño para comprender qué era un "divorcio". Sólo sabía que cuando esa tarde había vuelto del colegio, estaba en su hogar la tía Ester, la hermana de su padre, con dos maletas gigantes. Eran tan grandes que Óscar imaginó que se metía en una de ellas y viajaba por todo el mundo.

De lo poco que consiguió oír de la conversación de los mayores, sacó la conclusión de que su tía había tenido un "lío": parece que había confundido a otro hombre con su marido en varias ocasiones y le había invitado a pasar a su casa; y esto al tito no le hizo demasiada gracia cuando se enteró.

A Óscar le gustaba su tía Ester, porque era divertida, y siempre jugaba con él a juegos inventados, mientras que otros adultos se limitaban a tirarle de los mofletes hasta que le dolían mucho, o le daban besos pringosos con efecto ventosa.

Por eso, el chiquillo se alegró cuando le dijeron sus padres que, temporalmente, iba a ser su nueva compañera de cuarto.

Después de cenar, Óscar le pidió a su tía favorita que le leyera el cuento de Caperucita.

— Está bien.— le dijo con una sonrisa. Y empezó a narrar el cuento.

Cuando la trama estaba justo en el momento en que la niña de caperuza roja se encuentra con el lobo la primera vez, su tía Ester cambió la expresión de su rostro y le preguntó a Óscar:
— ¿No te parece que al lobo le gustaría más un niño tiernito como tú, con esa piel sonrosadita?

Y separando los dedos de ambas manos como si fueran las garras de un temible animal se fue acercando a la cama a paso lento.

— ¡NOOOO! Dile al lobo que en el cuento se come a la abuela, que es más grande y tiene más carne.

Pero eso no detuvo a la tía, que continuaba con la amenaza.

— ¡NOOOOOOOOO!— volvió a gritar Óscar.

Era tarde, pensó Óscar, su tía estaba más y más cerca.
Cuando llegó hasta su sobrinito, Ester comenzó a hacerle cosquillas con los dedos en la barriga y en los pies.

— ¡Noooooo!— imploraba muy bajito, entre carcajadas, Óscar.- Ya no quiero más cuentos, vamos a dormir, anda.

jueves, 14 de octubre de 2010

El miedo a la tormenta.

La última vez que viví una tormenta con Elena fue hace unos meses, en el piso que yo tenía alquilado en Salamanca. Elena es mi hermana favorita, no en vano es la única que tengo. Como la mayoría de personas que comparten una relación fraternal, encontramos divertido hacernos rabiar mutuamente. Mi hermana sabe perfectamente que tengo miedo a los truenos, no importa que estemos en casa recogidos. Creo que me darían pavor aunque estuviera en un refugio subterráneo.
Aquel día en cuestión, en un arranque de ingenio y de puesta en práctica de sus conocimientos científicos (esos que, desarrollados y madurados, harán que viaje más allá de la atmósfera terrestre en un futuro), encontró un retorcido método de ponerme más nerviosa.
Estábamos las dos sentadas en el sofá verde del salón: en un extremo, yo me acurrucaba tapada con una manta de cuadros beige, y en el otro, ella me daba la espalda mirando hacia la ventana que daba a la calle.
Al rato, cerró ambos puños y comenzó a levantar los dedos de las dos manos, uno a uno, a cada segundo que pasaba, contando los que transcurrían entre que aparecía el fogonazo del rayo y el estruendo del mismo. Y según cuántos dedos hubiera movido, multiplicaba ese número por la velocidad del sonido en el aire (343 kilómetros/segundo), y, con gesto macabro entonaba una cuenta atrás: 5 km, 4 km, 3 km, 2 km.... Mientras, yo trataba de cubrirme hasta la cabeza con la manta, con ese mecanismo ingenuo e inocente de los niños que consiste en equiparar "no ser visto" a "la desaparación del problema".
Desde el butacón que se encontraba un metro más allá, otro inquilino observaba la escena con curiosidad, desviando la mirada de la loca tapada hasta la cabeza, a la chica que estiraba los dedos con sonrisa maléfica.
Finalmente, y para mi descanso, llegó un momento en el que el número creciente de segundos aumentaba mi tranquilidad -la tormenta pasaba-, con lo que mi hermana perdió todo interés en el "juego".

martes, 5 de octubre de 2010

Otoño

Llueve fuera.

En el interior de la casa, como por arte de magia, la suave caricia de la aguja del tocadiscos sobre el vinilo que gira sin descanso, hace renacer las notas de una vieja canción. Música que es interrumpida por el sonido de los ataques kamikazes de las gotas de lluvia contra el suelo de la calle y el cristal de la ventana; o, acaso, ¿será al revés?

Esta combinación de melodías deja pensativo a quien se sienta en la butaca del salón. Reflexiona sobre tantos y tantos cambios que ha habido en su vida. La mayoría de ellos sin transición alguna para poder prepararse, para coger impulso, para buscar otro camino. Y sin embargo, hay cosas que permanecieron inalteradas todo ese tiempo, como la lluvia de otoño.