Ocultos bajo la capa de la cotidianeidad, pasan desapercibidos algunos objetos. Quizá no tengan un alto valor monetario, pero, las historias que esconden los hacen tremendamente importantes para sus poseedores.
Así sucede con estos sombreros que un día se posaron sobre un jardín en alguna parte de miciudad, bajo el sol abrasador de principios de verano.
Hay dos bombines de procedencia dispar: uno descansó durante un tiempo en una tienda de artículos de broma y fiesta, y debía de significar tan poco para su anterior propietario que lo abandonó en las calles de mi querida Salamanca, donde fue recogido. El otro bombín lo compró mi hermana Elena en un concierto de ese gran cantante español que ha hecho de este tipo de sombrero parte de su imagen: sí, tiene escrito en la cinta negra “Sabina”, aunque para ser del todo rigurosos, hay que añadir que ese concierto formaba parte de la gira conjunta de aquél con el gigante Joan Manuel Serrat, “Dos pájaros de un tiro”.
Entre los dos bombines asoma un panamá que compramos un verano en el que te empeñaste en que querías uno, pero eres demasiado menuda y ninguno te ajustaba bien, ¡te sobraba sombrero! Hasta encontrar éste, que tenía el tamaño adecuado.
Cargado de flores está el sombrerito viajero: no se ha perdido una excursión desde que fue comprado. Recientemente, ha sido testigo de una puesta de sol en una playa gallega, una ronda de pescaíto frito en Cádiz, un paseo por Las Ramblas o una vuelta por El Retiro. Recuerdos me traen también las flores olorosas que anidan en ese florero improvisado. Siempre he pensado que el olfato es el sentido más evocador de todos: ciertos olores me llevan inexorablemente a los lugares y momentos a los que los he asociado. Por eso, guardo un poquito de cada perfume y esencia cuando estos están casi agotados, para darle cuerda a la memoria. Así, el olor de aquel ambientador de sandía me lleva de vuelta al mes en Nueva Jersey o la canela en rama a las tardes preparando arroz con leche en la cocina familiar.
Volviendo a la columna sombrerera, el blanco con una cinta morada llegó como un regalo precioso por vía postal, rodeado de caramelos y una postal de Elvis. Y debo aclarar que era una treta oculta de su remitente, que sospechaba que yo necesitaba un empujoncito para seguir con este lugar (muchas gracias).
Coronando la pila de sombreros se encuentra uno muy especial: es un regalo para mamá, para que lo luzca en el pequeño huerto que cultiva papá, entre los mejores tomates y calabacines. Ella lo ha paseado aún más, por algunos de los senderos más inaccesibles de nuestra tierra -desfiladeros inclusive-.
Pero bueno, finalmente, un sombrero nunca sabe cuál va a ser su destino.