sábado, 24 de abril de 2010

Historias fantásticas.

En el período de exámenes, siempre nos reunimos ella y yo, a eso de las ocho de la tarde, en un Irish Pub (con sendas Desperados, una con limón, por favor) o en lo verde de la plaza de Anaya. Como por estas fechas no tenemos ocasión de vivir algo emocionante, o incluso, salir a la calle antes del encuentro, hemos hecho un pacto: durante el trayecto hasta el punto indicado en el que nos veremos, debemos crear una historia fantástica acontecida ese día. Tenemos nuestro ránking con los diez mejores relatos que hemos ideado en estos años. En el puesto número uno, como no podía ser de otra manera, el del día que nos conocimos, que, si bien, rompe uno de los presupuestos (no tiene lugar el día que fue contado), ha alcanzado este puesto porque fue creada entre las dos y nos resulta especialmente entrañable:

Ella tenía once años (yo diez) pero ya destacaba entre el resto de niños de aquel parque. La primera vez que nos vimos, yo estaba en un columpio rojo, tratando de lograr la velocidad adecuada para salir disparada y alcanzar la luna. Sabía que el viaje sería largo, por eso, empecé a zarandearme por la tarde, para poder llegar al satélite justo en el momento en el que apareciera en el cielo. Además, elegí la fecha según el estado de la luna: tendría que ser creciente, para que con su piquito de abajo me enganchara los faldones del vestido. Y en ésas estaba cuando apareció ella entre la arena protectora ante caídas infantiles, con su casco amarillo y una pequeña pala. Me resultó curioso el caso de la niña topo, así que le pregunté qué hacía, sin parar de columpiarme. Me dijo que quería llegar a Australia, para encontrar un canguro y pasear por el país en su marsupio. Entonces, ella me preguntó por qué iba tan deprisa mi vehículo, a lo cual, le respondí contándole mi gran plan. Como no queríamos arriesgar el buen fin de nuestras expediciones, prometimos buscarnos tiempo más tarde, e intercambiamos nuestros nombres. Cinco años después, coincidimos dando un paseo aéreo, yo agarrada a mi cometa de colores, y ella encima de un águila, así que, aprovechando el transporte y el viento a favor, decidimos darnos una vuelta por la península ibérica. Y desde ese día no nos hemos separado más de dos meses.

Lo que realmente sucedió fue que en la tercera semana de universidad, en la cafetería, me tropecé con los cables de su portátil, y se me cayeron todos los apuntes al suelo, encima de un café derramado. Como todo el cable se había enredado entre mis zapatillas, se desenchufó el portátil de la luz, y perdió su trabajo sobre la historia del mueble, cuyos cambios se había olvidado guardar. En vez de maldecir nuestra perra suerte, empezamos a reírnos a carcajadas, por ser tan desastrosas. Y desde ese día no nos hemos separado más de dos meses.

domingo, 18 de abril de 2010

La graduación.

Por suerte, el estrés propio de los últimos exámenes de mi vida universitaria, está conteniendo a la melancolía y también al miedo. Las únicas manifestaciones de aquélla son los suspiros que se escapan traviesos cuando menos lo espero y el pensamiento de que determinadas pequeñas cosas va a ser la última vez que las viva en esta ciudad (pasear por sus calles y junto al río, las exposiciones de arte contemporáneo –que sigo sin entender– en el museo que fue cárcel, sentarme en lo verde y en su plaza mayor con comida basura, bailar un twist en mi lugar favorito,…) o con los buenos amigos que he sido tan afortunada de conocer (las catas de cerveza y los pinchos, las excursiones, momentos de locura,…) o que, de manera más drástica, no van a volver a repetirse nunca (clases, profesores, comedores universitarios, …). En cuanto al miedo a lo desconocido, está apostado en las trincheras, esperando a que llegue la última nota superior o igual a cinco, para abrir fuego, lo sé.

El día de ayer fue bonito.

Sería faltar a la verdad decir que me emocioné con los discursos que dieron delegados de clase y profesores - padrinos durante la ceremonia, aunque ya suponía de antemano que las palabras de personas con las que, en el mejor de los casos, mi única relación es copiar sus explicaciones, y en el peor, ni tan siquiera había visto hasta ayer (delegados de otras clases o profesores de otras carreras), era difícil que lograran impactarme.

Por el contrario, sí me hizo ilusión ver proyectadas a tamaño gigante las fotos con mis amigos, mientras se oía a Joe Cocker cantar “With a little help from my friends” y brindar con ellos horas más tarde por un feliz futuro para todos.

Me alegra saber que mi familia está orgullosa de mí (aunque los que pudieron asistir a la graduación tuvieran que esperar más de dos horas hasta que finalmente dijeron mi nombre para ponerme la banda bicolor).

Otro momento para el recuerdo fue cuando recibí un regalo muy especial de dos personas que no pudieron acompañarme – físicamente– en el día de ayer: un birrete hecho de cartulina y un diploma muy particular.

Dicho todo lo anterior, como os podeís imaginar, ayer lucí una sonrisa enorme durante todo el día.

sábado, 10 de abril de 2010

Los hilos de colores.

Para que entiendas mejor lo que el otro día traté de explicarte, he ideado la siguiente metáfora:

Imagínate que de cada persona salen múltiples hilos que le unen con otras. Somos seres sociales, tendemos a la comunidad, está en nuestra naturaleza el interactuar con otros, el crear vínculos.
Piensa que esos vínculos se materializan en hilos de colores, en cables de acero o gomas elásticas, cuyo comienzo se ata al cuerpecito de uno y su final (o su otro comienzo, según desde dónde se mire) en el del otro.
A lo largo de la vida, vamos anudando nuevos cabos a nuestro alrededor, conforme vamos conociendo a nuevas personas.

Hay uniones estables y firmes, serían los cables de acero, por ejemplo, que nos conectan con nuestra familia, grandes amores y grandes amigos.

En otros casos, son gomas elásticas las que nos anudamos a la cintura, (creo que de ahí nació la expresión “tira y afloja”) en relaciones con baches y reveses; pero, las gomas tienen un límite de elasticidad, y superado éste, se vuelven fofas, caen al suelo y se ensucian, para acabar siendo cercenadas.

A veces, por el paso de los años, la falta de mantenimiento, los agentes externos, se van deteriorando las uniones, y se hacen más largas las distancias entre los sujetos, hasta terminar desapareciendo lo que les unió un día.

Sin embargo, otras veces, la ruptura es provocada intencionadamente por una de las partes: del otro lado nos hacen daño y decepcionan, incluso, alguno ha prendido fuego a su trozo inicial y ha esperado a ver cómo corría la llama a lo largo de la cuerda cual mecha buscando la dinamita y llegaba al otro, que, o bien, se quemaba, o bien, cortaba su inicio de cordel antes de que el fuego lo abrasara. En esas situaciones drásticas en las que la otra persona nos ha defraudado hasta el punto de chamuscar el hilo entrelazado y cuidado durante años, muchas veces te sucederá que te halles en la disyuntiva entre dejar a esa persona atrás o esperar (en la mayoría de las ocasiones, infructuosamente) a que el fuego se apague solo. (El resto de tus personas queridas desearía agarrar las tijeras de podar y sanear las uniones, eliminando las que sobran).
No temas cortar ciertos hilos que perdieron sus colores, porque otros vendrán a colorear esas hebras y aferrarse a ellas. Lo único que puedo aconsejarte, es que, aunque la otra persona se desate y se aleje, o coja las tijeras para eliminar el nexo común, cuando te sientas traicionada o decepcionada, nunca dejes que siembren en ti la desconfianza y te roben la fe en el resto del mundo, porque entonces, al instante, todas tus conexiones se convertirán en hilos débiles.


domingo, 4 de abril de 2010

Pesadilla recurrente.

Algunas noches, cuando era pequeña, dormía en casa de sus abuelos maternos.
Era un casa grande, que en otro tiempo fue un molino.
En invierno, la calefacción no lograba robarle el frío a paredes y suelos, así que metida en la cama, se resguardaba del mismo debajo de un montón de mantas. Siempre amanecía en la misma ubicación en la que se había acostado: en el justo medio del lecho hecha un ovillo. Su abuela creía que no se movía porque costaba hacerlo después de haber calentado un trocito de cama y que, además, el peso de las mantas se lo hubiera impedido.
La mujer ha sido toda su vida muy religiosa, y cada noche, antes de acostarse, le obligaba a recitar la consabida oración:
“Jesusito de mi vida eres niño como yo,
por eso te quiero tanto
y te doy mi corazón,
tómalo, tuyo es, mío no.

Cuatro esquinitas tiene mi cama,
cuatro angelitos guardan mi alma.

Jesús, José y María
os doy mi corazón
y el alma mía.

Con Dios me acuesto, con Dios me levanto,
con la Virgen Maria y el Espiritu Santo.”

La abuela pretendía inculcar a su nieta la religiosidad y la "buena costumbre" de rezar antes de dormir, pero lo único que lograba era que cuando ella se iba de la habitación, apagando la luz tras de sí, se quedara la pequeña tiritando, haciendo enormes esfuerzos para no cerrar los ojitos y en posición fetal en el lugar central de la cama. Y es que esos días en que se quedaba a dormir bajo el mismo techo que sus abuelos, siempre soñaba que en cada una de las esquinas de su cama aparecían cuatro angelotes que le miraban con ira por haber sido molestados.




Juan Soriano (1920 - 2006)
Cuatro esquinitas tiene mi cama
1941. museoblaisten.com