Todos tenemos algún tipo de manía o rareza. Algunos casos deberían ser objeto de un estudio psicológico minucioso, mientras que otros incluso pasarían desapercibidos para aquellos mortales que no tienen trato estrecho con dichos sujetos. El ser humano es complicado. A veces se ve irremediablemente arrastrado a realizar ciertas conductas o las mismas conductas que llevan otros a cabo en una peculiar forma.
Paula desarrolló su hábito diferenciador cuando era una adolescente. Explicaré en qué consistía: cuando se irritaba, se estresaba, se ofendía o simplemente una oleada de agobio le subía de las tripas, se ponía las zapatillas de deporte y echaba a andar. Unos cientos de metros o unos pocos kilómetros, dependiendo de la magnitud de la catástrofe emocional.
Si en su etapa púber desquició a sus progenitores el no saber a dónde iba ni cuándo volvería, de mujer adulta le acarreó no pocos problemas románticos. Sus novios duraban lo que tardara en aparecer un brote de ansia por caminar. Las soluciones de las parejas que aguantaron un poquito más fueron esconder las zapatillas, quemarlas en el horno o tirarlas por la ventana.
Hasta que llegó Martín. Alguien dijo alguna vez que cada cual tiene una media naranja y desde entonces, la idea se quedó en las cabezas de muchos.
Paula, la mujer que no exteriorizaba lo que sentía, sino que conducía al cuerpo a la extenuación para que dejara de padecer la mente, conoció a Martín, su media naranja, cuando el afán destructor de los predecesores de este medio cítrico y su propia manía andadora, le habían costado unos veinte pares de deportivas.
Martín le dejaba mucho espacio, cuando veía que ella estaba desbordada, le acercaba las zapatillas en las que previamente había metido en cada pie un papel con una palabra escrita: vuelve/pronto, todo/pasa, y, en unas cuantas ocasiones, los recados que él pensaba hacer cuando saliera: compra/pan, recoge/cartas.
Para cuando ella volvía del paseo, Martín estaba en casa, tranquilo, esperando, y le daba un beso tierno como se les da a los niños revoltosos cuando se comprende que está en su naturaleza ser así de traviesos.
Una tarde, Paula volvió realmente enojada a casa después del trabajo, pero algo había cambiado, tenía ganas de contárselo a Martín, así que se sentó junto a él en el sofá y empezó a hablar. La cuestión es que tenía tantísimo guardado que comenzó el relato con una riña con su mejor amiga cuando tenía 15 años.
Martín se quedó paralizado, sus ojos reflejaban un pánico que nunca había apreciado antes Paula (sí otras novias anteriores y antiguos mejores amigos), cogió la bicicleta y se fue para no volver. Quién sabe si el problema fue que dejaron de ser medias naranjas o que hubo dos palabras que él nunca escribió en sus zapatillas.