martes, 14 de agosto de 2012

Lluvia


Ella sabía que a él le gustaba. Porque  si no, ¿cómo se explicaba que siempre le invitara a una tacita de té americano los sábados a media tarde? ¿las miradas cómplices y risas tontas tomando cerveza los viernes por la noche? ¿o que aun siendo los únicos ocupantes de ese ascensor de capacidad máxima de 6 personas siempre acabara rozándole la mano? Pero seguía sin estar convencida al 100%, o al 95%, que la seguridad absoluta queda reservada para las leyes de la física y las matemáticas. Se cansaba de esperar a que él hiciera algún movimiento, por leve que fuera, para lanzarse en plancha, quizá al vacío. 
Hasta que un día decidió que eligiera el azar. O al menos le dio un papel en la trama. En ese día concreto, si llovía, le daría un beso. Y, si bien es cierto que la probabilidad de lluvias era de un 80%, y que estaban en pleno otoño, pasaban las horas y ninguna nube negra asomaba por el cielo. Y allí estaban los dos, sentados en sendas tumbonas, en el patio del ático de ella, rodeados de sus macetas de flores, desafiando a la prevista lluvia y al amor. Pero hay cabezas locas, que no se detienen ante nada, ni ante la lluvia (o la falta de ella). Así que, en un rápido movimiento, ella se levantó, alcanzó la regadera y, como poseída, comenzó a verter poquito a poco el contenido sobre su propia cabeza, al tiempo que se acercaba a la tumbona donde él, atónito, la observaba, sin saber si reír o alarmarse por la súbita pérdida de juicio de ella. Y entonces, mientras caían gotas de agua sobre sus cabezas, sucedió.