Ella sabía que a él le
gustaba. Porque si no, ¿cómo se
explicaba que siempre le invitara a una tacita de té americano los sábados a
media tarde? ¿las miradas cómplices y risas tontas tomando cerveza los viernes
por la noche? ¿o que aun siendo los únicos ocupantes de ese ascensor de capacidad máxima de 6 personas siempre
acabara rozándole la mano? Pero seguía sin estar convencida al 100%, o al 95%,
que la seguridad absoluta queda reservada para las leyes de la física y las
matemáticas. Se cansaba de esperar a que él hiciera algún movimiento, por leve
que fuera, para lanzarse en plancha, quizá al vacío.
Hasta que un día decidió
que eligiera el azar. O al menos le dio un papel en la trama. En ese día
concreto, si llovía, le daría un beso. Y, si bien es cierto que la probabilidad
de lluvias era de un 80%, y que estaban en pleno otoño, pasaban las horas y ninguna
nube negra asomaba por el cielo. Y allí estaban los dos, sentados en sendas
tumbonas, en el patio del ático de ella, rodeados de sus macetas de flores,
desafiando a la prevista lluvia y al amor. Pero hay cabezas locas, que no se
detienen ante nada, ni ante la lluvia (o la falta de ella). Así que, en un rápido
movimiento, ella se levantó, alcanzó la regadera y, como poseída, comenzó a
verter poquito a poco el contenido sobre su propia cabeza, al tiempo que se acercaba a
la tumbona donde él, atónito, la observaba, sin saber si reír o alarmarse por
la súbita pérdida de juicio de ella. Y entonces, mientras caían gotas de agua sobre sus
cabezas, sucedió.