Salgo de casa a
las 6.20 de la mañana. Me sorprende, como cada día laborable, la intensa pero
silenciosa actividad de la ciudad a esas horas tempranas. Hoy nos envuelve una
densa niebla, a través de la cual, los comerciantes preparan los puestos de la
feria, y los proveedores descargan cajas variadas frente a los
establecimientos, aprovisionándolos para el primer cliente – que incluso se creerá
madrugador –. Subo caminando la cuesta que lleva a la estación de tren, con mi
termo/taza en una mano; el Earl Grey con un chorrito de leche se desborda
mientras yo desespero por no atinar nunca con el volumen correcto. Por fin en
el tren, saco de mi bolso un libro de cuentos de Benedetti, y un billete de avión
ejerciendo las funciones de marca páginas me indica a dónde he de dirigirme. Miro hacia el paisaje, allí
sigue la niebla, como vaho exhalado por los verdes campos ingleses, y el Sol es
un globo incandescente que pugna por abrirse paso, así como yo trato de
despertarme. Un día más comienza. Al menos, es Viernes.