domingo, 28 de febrero de 2010

Justicia poética.

Supuso que se trataba de una cuestión de justicia poética.

El mismo día que su mal carácter combinado con una pésima jornada en el trabajo le hicieron gritar a su pareja “Si no te gusta lo que hay, ya sabes dónde está la puerta”, señalando con el dedo índice la salida, un poco de aceite caliente saltó desde la sartén cuando preparaba la cena, para achicharrar ese dedo sentenciador.

Y ahora la ausencia temporal de otra personita en la casa, unida a la ampolla de su dedo, le recuerdan que debería aprender a tener la boca cerrada y a controlar su mala leche.

domingo, 21 de febrero de 2010

La máquina de escribir.

Aquella noche de invierno, en que no dejaba de nevar fuera, decidió abrir por primera vez el regalo que le hizo su padre antes de morirse. Habían pasado 5 años, pero nunca se atrevió a hacerlo antes, había guardado demasiado rencor a ese hombre que sólo en sus últimos meses de vida, cuando yacía medio moribundo en la cama de un hospital, mostró algo de cariño a sus descendientes. El regalo conscientemente olvidado era una máquina de escribir marca Olivetti, que usaba su abuelo, el padre de su padre, de profesión escritor, aunque de condición bastante mediocre.

La desembaló con cuidado y admiró su belleza. Era azul, con las teclas negras. Cogió una bayeta y con sumo cuidado le quitó el polvo de los días. Que él supiera, su padre jamás había presionado una sola tecla, como jamás había hablado bien de su abuelo, al que se refería como “pobre infeliz”. Él siempre pensó que la forma en que su progenitor les trataba a él y a sus hermanos era la consecuencia de una falta de cariño que había sufrido en su propia piel inflingida por quien más quería.

Él nunca tuvo intereses literarios, ni escribía ni era un gran lector. Se conformaba con leer los periódicos de información general y la prensa deportiva. Así que volvió a dejar la máquina de escribir, ya despojada de las motas del pasado en su caja y se fue a dormir.

Según pasaban los días, empezó a encontrarse extraño. Montones de palabras se agolpaban en su cabeza, chocándose y formando frases que lógicamente se ordenaban para dar lugar a cientos de párrafos. Tenía jaquecas constantes y un malhumor perenne.

Un impulso le llevó, en una noche más en vela, a tirar de un manotazo todo lo que había encima de su escritorio e ir a buscar la Olivetti junto con un paquete de 500 folios. Y pulsación a pulsación, fue extrayendo de su cabeza tanta sílaba unida perversamente. Estuvo horas escribiendo, no sabía cuántas, pero veía cómo se habían hinchado sus muñecas y tenía callos en los dedos que presionaban las letras más repetidas. Para acompañar su desvelo, el viento gélido bufaba tras los cristales. Y en el interior de la casa, la chimenea encendida algunas horas antes, chisporroteaba con ganas. Cada tanto, él se levantaba para desentumecer sus piernas y avivar la llama. Quién sabe cuántos minutos más tarde, escribió el punto final de aquel bodrio de novela, que por fin había abandonado su cabeza, liberándole. Y puesto el último folio sobre los 347 anteriores, les dio unos golpecitos contra la mesa, para que ninguna hoja sobresaliera frente al resto, y los echó al fuego con rabia.
Pero conforme se iban quemando esas letras escritas en la máquina maldita, otras nuevas se incorporaban a un nuevo baile en su cabeza.




Foto hecha por mi hermana Elena.

lunes, 15 de febrero de 2010

Una gran decepción.

Cuando yo iba al instituto, tendría unos 17 años, me encantaba la Filosofía (eso no ha cambiado). Una mañana, el profesor barbudo y místico nos explicó una teoría metafísica denominada “solipsismo”. Nos dijo que si él fuera solipsista, sólo podría estar seguro de su propia existencia, y de nada más. Yo escuchaba boquiabierta, en parte, porque cada palabra de ese hombre sabio estaba envuelta en un halo de verdad universal, para una pequeña altamente impresionable.

—¿Entonces, el resto de las personas, el resto de las cosas que vemos, que podemos percibir a través de los sentidos?— preguntó un compañero.

—De ellas no puedo afirmar su verdad— respondió el profe, totalmente metido en su papel de solipsista. —Pueden ser creaciones de mi mente, así que quizá yo te estoy inventando, como he ideado esa pregunta, como he dibujado esta clase, tu pupitre o la pizarra.

Yo estaba fascinada y como por aquel entonces tenía muchos pájaros en la cabeza (eso tampoco ha cambiado), me dirigí a casa caminando muy despacio, por si acaso no me daba tiempo a ir inventando los adoquines y las carreteras con sus aceras antes de dar el paso y terminaba en el vacío, en un abismo negro que, finalmente, sería fruto de mi invención más terrorífica. Si otras veces, jamás reparé en detalles a lo largo del camino, esta vez me sentía obligada a mirar a cada lado, a cada viandante, a cada coche, a cada tienda, a cada perro siendo paseado o paseando a su dueño (a veces no está claro); y mi sonrisa era cada vez mayor, sin hacer esfuerzos, ahí estaba yo, máxima deidad, pintando un mundo variado y tan elaborado. Qué maravilla.

Eso sí, si yo me creía poderosa Diosa, como nueva solipsista, ¿no le pasaría lo mismo a mi profesor y a todo el mundo en general? Me contesté enseguida que no, que sólo yo era consciente de esto que me pasaba, que el profesor había sido una invención más de mi subconsciente, para revelarme mis facultades infinitas y sacarme de esa ignorancia anterior.

El primer día del resto de una vida estupenda, pensé. Todos soñamos alguna vez con construirnos una vida a la medida. Sólo tenía que concentrarme e imaginar. Crear. Colorear.
Así que al llegar a casa, saludé a mis padres y mi hermana muy alegre, con un montón de planes en el bolsillo. Después de comer me encerré en mi habitación con varios cuadernos y bolígrafos para dejar escrito mi mundo ideal, un mundo que otros sólo podrían anhelar. Estuve toda la tarde anotando cómo debería cambiar todo. Algunas cosas eran obvias, como por ejemplo, convertir mi piso en un palacio entre las nubes, acorde con mi posición suprema en el universo por mí creado, además de cambiar el instituto por un lugar donde seguir formándome, pero a otro nivel, con clases adecuadas a mi carácter (y sin Biología, total, si yo había creado animales, plantas y el planeta tierra y, en general, todo el universo, en algún lugar de mi mente estaría todo eso que aborrecía estudiar). Otras eran más altruistas, encaminadas al bienestar de mi pueblo, de mis muñequitos pseudo humanos que se consideraban personitas autónomas, pobres ilusos, jamás volvería a crear situaciones que los pusieran en peligro de ninguna manera.

Me acosté muy cansada. Es agotador dirigir el mundo, pensé. Lógicamente unos planes tan detallados requieren un cierto tiempo de cocción, así que dormí y soñé cómo se solucionaba cada conflicto en el mundo y cómo me construían el palacio.

A la mañana siguiente, mi hermana me despertó tirándome una almohada a la cabeza. Miré por la ventana y vi el patio de luces de mi piso. Puse las noticias, como cada mañana, y ahí estaban, las mismas desgracias de cada día. Y, en ese momento, me puse a llorar. Mi madre creyó que era porque me estaba volviendo muy empática (que también), pero lo cierto es que pensé que ser lo de ser solipsista era un timo y desde entonces, el barbudo no me pareció más que un hippie loco.

martes, 9 de febrero de 2010

Paradojas (II)

Por casualidad hace unos días encontré, envuelto en hojas de periódico ya amarillentas, un reloj de sol que hice con arcilla hace unos cuantos veranos.

La impaciencia es uno de mis muchos defectos y, en aquel caso, se tradujo en distancias erráticas entre los números, diferencias en el tamaño de las cifras y varios desconchones torpemente remendados.

Desde entonces, me he estado preguntando si realmente se puede denominar “reloj de sol” a un objeto toscamente moldeado en barro que, desde su nacimiento, fue condenado a las sombras.


Imagen de la web estecha.com.

martes, 2 de febrero de 2010

Los fantasmas.

El eco de aquellas voces pretende, sin éxito, volver para perturbarle. Las palabras hirientes de cada una de las personas que le hicieron probar el sabor de sus lágrimas. Esa conjunción de sílabas malintencionadas que horadaron su corazón, antes ingenuo y sin escudo, ahora desconfiado y receloso. Lo único que le preocupa es que la ristra de cadáveres que va dejando a ambos lados del camino, un día le delate, revelando su verdadero carácter. Tomad aire, no ha matado a nadie, los mató el olvido por él.