(Porque cualquier día
puede no ser un día cualquiera.)
Elena se despertaba cada mañana
con los primeros rayos de sol, que encontraban su camino a través de esas pocas
rendijas de la persiana que ella dejaba entreabiertas, como bienvenida. Y así
también, las pupilas en sus ojos rasgados se ajustaban a la luminosidad que se abría paso entre mechones rebeldes de su pelo tan largo, rizado e indómito. Los rizos los
heredó de su padre y estos eran casi tan azabache como la melena de su madre.
Miraba entonces el reloj
en su mesita de noche, y se quedaba dormitando durante el tiempo de gracia.
Acabado éste, se desperezaba, moviendo sus delgadas extremidades en todas
direcciones, a la vez que abría la boca en un bostezo largo.
Aquel día, sus pies
descalzos sobre el suelo la dirigieron hacia el tocadiscos, donde reposaba un
vinilo de Sinatra, que ella compró en esa pequeña tienda de música con tanto
encanto que había liquidado todas sus existencias hacía poco. Sus dedos finos agarraron la aguja y
con delicadeza, la colocaron a cierta altura sobre el borde del disco, y accionaron la palanca, para que fuera, suavemente, acercándose hasta acariciarlo.
Comenzó a sonar “Fly
me to the moon”, y Elena dejó que su cuerpecito se moviera al compás, mientras miraba
celosa sus mariposas de origami, sobrevolando el cielo de la habitación.
Terminó de subir las persianas, para abrazar toda la luz del sol, que ahora
entraba a borbotones, y señalando algún punto del firmamento, declaró solemne: “Yo
estaré allí.” Y es que nunca hay que dejar de soñar alto. Y el “alto” de Elena
era literalmente a cientos de miles de kilómetros por encima de su cabeza.
Sinatra cantaba ahora esa
canción mítica sobre la ciudad que nunca duerme, “I want to be a part of it,
New York, New York”. Elena siempre soñó con ir a Nueva York, pasear por sus
calles, y en la Quinta Avenida, como Audrey Hepburn en “Desayuno con diamantes”,
comprar algo en Tiffany’s, aunque fuera el detalle más económico.
En ese instante, Elena
sonrió, mientras palpaba la cadena de plata que rodeaba su cuello, y de la que pendía un colgante en
forma de corazón en el cual se podía leer “Tiffany & Co”. Porque cualquier día puede no
ser un día cualquiera, y uno puede encontrarse en Nueva York, o en la Luna.