lunes, 27 de septiembre de 2010

Cosas que pasan (III)

En un pequeño restaurante de la mágica ciudad de Roma, Adriana recibió una inesperada proposición de matrimonio.

Su primera reacción fue sonrojarse y bajar la mirada. Analizó durante medio minuto su descuidada apariencia: las zapatillas deportivas verdes -las más cómodas que tenía, para poder recorrer la ciudad a pie, que es la manera de no perderse ni un solo rincón-, los pantalones vaqueros holgados y una camiseta de su grupo de música favorito. Por no hablar del pelo: su coleta no lucía igual que cuando se peinó, diez horas antes, frente al espejo del cuarto de baño del hotel, ya que la brisa traidora la había ido descomponiendo a soplidos.

Trató de recuperar la compostura como mejor pudo, y contestó al proponente:

— Camarero, de postre quiero tiramisú, y déjese de boberías, per favore.

martes, 21 de septiembre de 2010

Paciencia.

Mientras los latidos del reloj
se acompasan
con el incesante devenir del tiempo,
en ocasiones,
-hecho todo lo humanamente posible-,
el resultado se nos escapa de las manos,
y debemos permanecer inmóviles,
esperando para saber cuál será el desenlace.

lunes, 13 de septiembre de 2010

La indecisión.


Toda su vida estuvo marcada por una indecisión casi patológica.
Siendo un bebé, su madre se veía obligada a comprarle la gama completa de potitos del mercado, pues su hijito tomaba una cucharada de uno y negaba rotundamente con la cabeza, probaba otro e, ingerida la misma cantidad, rechazaba ese sabor y señalaba con su minúsculo dedo índice otro de los tarros de cristal.
En el colegio, se ganó el puesto de alumno más insoportable. Especialmente irritado con su comportamiento estaba el profesor de Matemáticas, porque el niño siempre contestaba, entre dudas y suspiros, que quizá fuera 7, u 11, o la raíz cuadrada de 22.
De mayor, el sastre tenía que hacer acopio de paciencia para no clavar todas las existencias de alfileres a este cliente cansino que, en un comienzo, quería el traje azul marino, más tarde, gris, luego, de tweed,...
Dada la fama de inseguro que cosechó en vida, no le sorprendió al enterrador que, en el momento en que la tierra iba a tragar el féretro, nuestro protagonista lo abriera y dijera que creía que no quería morir. Pero esta vez,  el indeciso se encontró con una persona que no cedía ante caprichos y tontunas y, sobre todo, tremendamente hastiada de ese trabajo tan duro. Así que, muy tranquilo, el enterrador le espetó: "tú ya no tienes voto". Y le cerró la tapa.