viernes, 25 de septiembre de 2009

La mujer del alcalde.

Cierto día llegó a oídos del alcalde el rumor que hacía meses circulaba por el pueblo: su mujer le estaba siendo infiel.
Con razón se dice que el engañado es el último en conocer el engaño, quizá sea por la ceguera que produce el amor...

El señor alcalde no quería creer lo que había escuchado, así que, para comprobar su veracidad, estableció un toque de queda: a las 22h, todo los residentes en el pueblo debián estar en su casa, y aquél o aquélla que fuera soprendido por la calle más tarde de esa hora, sería llevado a la comisaría, dónde sería interrogado sobre los motivos de su salida, la dirección de sus pasos, su estado civil, entre otros muchos datos. En caso de que sus respuestas fueran poco convincentes o fueran discordantes con los rectos principios maritales, pasaría una noche en el calabozo.

A esta medida acompañaron otras, la más temida, el establecimiento de una cuadrilla de voluntarios que realizarían redadas por sorpresa a cualquier hora del día en los dormitorios matrimoniales. Pasaban revista a fondo: se buscaban amantes debajo de la cama, en los armarios e, incluso, sobre la cama en sustitución de un cónyuge ausente por estar de viaje de negocios o de visita familiar.

Cada noche, a las 20.45, cuando el alcalde regresaba al hogar tras el duro trabajo de dirigir el pueblo, el voluntario de turno le explicaba las incidencias del día, para terminar con la propia casa de la autoridad, que, como todos los días, había estado únicamente habitada por su fiel esposa.

Pese a estas medidas, los ciudadanos seguían riéndose del alcalde a sus espaldas y llamándole cornudo. Él estaba rabioso. Un día decidió hacer la inspección de su casa él mismo, para lo cual, se presentó en su domicilio dos horas antes de lo habitual.
Allí descubrió a su amada en los brazos de uno de los desinteresados vecinos que patrullaban el pueblo en busca de libertinos.
Al parecer, la astuta mujer, para que no revelaran sus aventurillas, había sobornado a cada voluntario de la mejor manera que sabía.

domingo, 20 de septiembre de 2009

A través de la ventana.

A través de la ventana vió la gente pasar, la vida pasar.
Desde hacía unos años había decidido recluirse, apartarse del mundo exterior.
Todo esto vino motivado por un don que ella tenía: era una empática. Sí, se impregnaba de las emociones de los demás, haciéndolas suyas. Así, si quedaba con un viejo colega y éste estaba agobiado por el exceso de trabajo, cuando terminaba el encuentro, se hallaba sumida en un profundo estado de nerviosismo, sin saber muy bien por qué.
La situación se fue agravando con el paso del tiempo. Cierto día, se cruzó por la calle con una pareja de recién casados y su semblante se tornó emocionado, radiante de alegría. Al rato, se topó con un vagabundo que pedía unas monedas para poder comprar algo que llevarse a la boca, y se puso a llorar sin remedio, mientras corría desesperada hacía su casa, eligiendo las calles que a esa hora sabía desiertas.
No podía vivir así. Sus emociones eran como una cometa movida por aires juguetones y continuamente cambiantes. Trató de ir al psicólogo, pero el resultado fue el contrario al esperado, en lugar de encontrar la paz, se le pegaron a la piel los distintos estados anímicos de los pacientes que con ella compartían la sala de espera del profesional.
Decidió evitar el contacto con cualquier persona, para lograr una apatía total hacía el mundo exterior y poder disfrutar tranquila de sus propias emociones, que, resultaron resumirse en una única: soledad.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Paradojas (I)

En ocasiones el lenguaje es caprichoso y da lugar a situaciones peculiares.

Para muestra el hecho de que un corazón roto siga latiendo.




domingo, 13 de septiembre de 2009

El acto más cobarde.

Eva se puso un vestido que había comprado años atrás en el barrio chino de la ciudad de Nueva York. Observó alegre que los años no habían pasado por su bonita figura. Decidió pintarse como una geisha, blanqueando aún más su rostro, ya de por sí pálido, y se perfiló una boquita de piñón roja.

Él llegó a casa antes de lo previsto. Su caminar vacilante por el pasillo no hacía presagiar nada bueno, había bebido una vez más.

—¿Qué haces vestida de furcia barata?— le gritó; y de una bofetada le estropeó su maquillaje, salpicándolo de gotitas de sangre que habían salido disparadas de su boca.

En ese momento en el que había materializado el más cobarde de los actos, como si de un relámpago furioso que le hubiera alcanzado se tratase, cayó al suelo fulminado. Pero nada tan sobrenatural sucedió, sino algo más mundano. Un policía le había dado un certero porrazo. Ay pobre infeliz, en su trayecto hacia la puerta de su casa, había empujado a una vecina viejita contra la pared del portal y la mujer había llamado a las fuerzas del orden para que detuvieran al bastardo.

viernes, 11 de septiembre de 2009

El cuentacuentos.

Recuerdo que escucharte me encantaba.
Tenías el don de convertir en grandes relatos los hechos cotidianos, con sólo tocarlos con tus palabras.

Era genial saber que te inventabas cuentos sólo para mí.

Viajábamos en el tiempo y el espacio, a lomos de tu voz, desarrollando tramas con sonidos, cadencias y pausas.

Me gustaba oírte, narrándome pequeñas historias que, reales o imaginarias, me parecía estar viviendo al ritmo de tu voz.


Las palabras entretejían un decorado del que tú y yo formábamos parte, en el rol de protagonistas, sin importar que fuera en blanco y negro o a todo color.


Tu voz me envolvía y me mecía; me arrullaba con cuentos de final feliz cuando algo ajeno me atormentaba, o me columpiaba cuando me veías contenta y sonriente y dibujabas alegres viñetas para mí.

Hoy tu voz no es más que un eco lejano.
Cuando el viento trae melancolía a mi vida y la nostalgia se me acerca sigilosa y me apuñala por la espalda, lamento que tus historias no sean más que un recuerdo.


miércoles, 9 de septiembre de 2009

La muerte.

Sombras que se tornan vida eterna,
infierno,
o tal vez, sólo pensamientos,
ideas enterradas en tierra infértil,
desolada,
que cubre desdichas,
cicatriza heridas,
con dolor
y miedo.

Manos frías, rostro enjuto,
la muerte espera siniestra
tras un traje de luto,
como el lugar al que nos lleva,
en el que nos encierra
y condena.

Al fin y al cabo,
ése es su trabajo,
al polvo del que nacimos
nos devuelve,
majestuosa y altiva,
ella,
la muerte.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Confesiones en el café.

Quedamos para tomar un café, como cada Viernes desde que teníamos 17.
Ella estaba rara. Llevaba unas semanas rara.
Se había pintado más de lo normal. En general, sólo se pintaba la raya en el ojo, khol negro, y se echaba colorete, porque era preciosa, sin más artificios.
Se acercó a mí pegando pequeños saltitos y me abrazó fuerte; pero cuando nos sentamos, su cuerpo se dejó caer cansado sobre la silla.

Ella tomaba el café con hielo bañado en Bailey´s en verano y primavera, y un capuccino vienés si era invierno u otoño.
Para tí un cortado, ¿verdad, Lucía? me preguntó el camarero. Ventajas de la fidelidad y de mantener los mismos gustos en cualquier estación del año.

Avanzaba la tarde y ella hablaba sin parar, interrumpiendo a veces sus palabras con carcajadas. Mientras ella fingía normalidad, yo repasaba nuestras conversaciones de los últimos días, buscando una pista, cualquier detalle que explicara su comportamiento.

Al final no pude soportar más la farsa. La conocía demasiado bien y sabía que cuando más feliz aparentaba ser, más rota estaba por dentro. Era un mecanismo de defensa, pero no de su propia persona, sino para aquéllos que quería: odiaba generar preocupación.

- ¿Qué sucede?- le pregunté.
- Nada. No sé a qué te refieres...
- Dime qué pasa, quizá pueda ayudarte.

En ese momento, se levantó de la silla, con el rostro colérico. Yo sabía que se avecinaba tormenta, y eso era lo último que quería.

- Espera. No seas tonta. Cuéntamelo.

Parece que mis palabras surtieron un efecto calmante, porque volvió a sentarse y comenzó a musitar algo, en voz muy bajita, tanto que parecía que las palabras que tanto temía pronunciar se habían agolpado en su boca y ahora que veían una pequeña abertura por donde salir, se asomaban temerosas:

- Es esta sensación continua en mi estómago. Creo que es desamor.

- ¿Qué dices, tonta? Si cada mes te veo con un chico diferente, y cada uno más interesante que el anterior - dije tratando de sacarle una sonrisa, sin éxito.

- Nunca me han dicho Te amo.

sábado, 5 de septiembre de 2009

En recuerdo de Freddie Mercury.

Mi voz no es precisamente melodiosa. Canto fatal para ser exactos.
Sin embargo, de pequeña no era así, de hecho la monja/profesora de Música me incluyó en el coro infantil del colegio, tras realizar una audición, en la que canté, al igual que el resto de mis inconscientes compañeros, una canción en honor a la Virgen patrona de mi ciudad. Los caminos del señor son inescrutables.

Con el paso de los años y la llegada de la pubertad, me abandonó la voz aniñada y la monja me trasladó a la 2ª voz (olvidé mencionar que el "casting" me otorgó una plaza como soprano).

Para cuando me hubiera relegado la religiosa a la 3ª voz (la que secretamente todos repudiábamos), o, incluso, me hubiera echado del coro por falta de aptitudes o de motivación o de fe, cambié el colegio por un instituto público, sin crucifijos ni capilla, y, lo que era mejor, sin coro.

Ahora no canto ni en la ducha.

Menos mal que hay personas que sí valen para estos menesteres y que crean canciones que otros hemos de conformarnos con tararear. Para muestra, el fallecido Freddie Mercury, vocalista de Queen, cuyo aniversario (de su nacimiento no de su muerte) es hoy.

La canción "Bohemian Rhapsody" me hipnotiza. En cierto verano, en el que estaba yo haciendo un curso por tierras inglesas, pasaba más de dos horas cada día en el bus urbano, porque vivía en una urbanización alejada del centro. En esos viajes, programaba el repeat y dicha canción los amenizaba, de tal manera que su duración no se medía en minutos, sino en veces que Freddie me contaba la historia de un tipo que mató a otro.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

La bicicleta.

En el verano del año 2000, las tres mosqueteras, Isabel, Carmen y yo, decidimos salir a conocer mundo en nuestras bicicletas, bueno, al menos teníamos la misma ilusión que si fuéramos a hacerlo, aunque sólo llegáramos al pueblo de al lado.

Ellas tenían 13 años, yo 14. En la mochila guardamos unos bocatas y agua, lo justo para montar una buena merienda en un prado que encontramos en el camino.

A día de hoy me pregunto qué será de sus vidas. Nuestra relación está en el mismo estado en el que hoy está mi vieja bici: sucia, desinflada y olvidada en un rincón.


Imagen de www.beachcruiser.es