jueves, 9 de julio de 2009

Cadáver ínfimo

Se murió diez centímetros tan sólo:
una pequeña muerte que afectaba
a tres muelas careadas y a una uña
del pie llamado izquierdo y a cabellos
aislados, imprevistos.
Oraron lo corriente, susurrando:
«Perdónalas, Señor, a esas tres muelas
por su maldad, por su pecaminosa
masticación. Muelas impías,
pero al fin tuyas como criaturas.»
Él mismo estaba allí,
serio, delante
de sus restos mortales diminutos:
una prótesis sucia, unos cabellos.
Los amigos querían consolarle,
pero sólo aumentaban su tristeza.
«Esto no puede ser, esto no puede
seguir así. O mejor dicho:
esto debe seguir a mejor ritmo.
Muérete más. Muérete al fin del todo.»
Él estrechó sus manos, enlutado,
con ese gesto falso, compungido,
de los duelos más sórdidos.
«Os juro
—se echó a llorar, vencido por la angustia—
que yo quiero morir mi sentimiento,
que yo quiero hacer piedra mi conducta,
tierra mi amor, ceniza mi deseo,
pero no puede ser, a veces hablo,
me muevo un poco, me acatarro incluso,
deducen que estoy vivo,
mas no es cierto:
vosotros, mis amigos,
deberíais saber que, aunque estornude,
soy un cadáver muerto por completo.»

Dejó caer los brazos, abatido,
se desprendió un gusano de la manga,
pidió perdón y recogió el gusano
que era sólo un fragmento
de la totalidad de su esperanza.


Ángel González.

1 comentario:

  1. Este es el poema más triste, más desconsolado y -a la vez- más simpático y alegre de cuantos he leído. No puede ser más tétrico pero también no puede ser más certero y humorístico. Es un ejemplo palmario de que los extremos se tocan. ¡Eterno y genial, Ángel González, tu obra no morirá nunca!

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